No me da miedo la muerte, nunca me lo ha dado, no la mía.
Cada vez que emprendo un viaje pienso: ¿y si no vuelvo? Y lo que me da miedo es volver sin haber tenido derecho a la última palabra, a decir lo que no he dicho, a morir sin haber hablado.
Por eso mismo hay días en los que no temo a la muerte. Curiosamente son los días más felices, aquellos en los que reboso vida. Esos días en los que estoy tan extremamente feliz que, pese a que me daría pena morir en un día en los que la felicidad me incita a estar viva, no me importaría hacerlo porque todo está bien, porque moriría con una sonrisa en la boca, con las cosas bien hechas, sin dejarme nada en el tintero. Sería pues, un final feliz.
Cuando muera yo ya estaré muerta, y no sentiré. Lo único que temo es eso, morir habiendo dejado frases abiertas, puertas mal cerradas, mensajes sin responder... y marcharme sin poder decirle a la otra persona: oye, no pienses mal, no soy una antipática, no es que no quiera contestarte, es que me he muerto. No dejes para mañana...
Lo de la puerta mal cerrada viene por una reflexión de una amiga que me dijo: "nunca te vayas dando un portazo, por lo que pueda pasar después hasta que vuelvas, porque si no volvieses, esa sería la última imagen"... una puerta mal cerrada.
Mi abuelo me obligaba a darle un beso cada vez que me iba, aunque fuera a dar la vuelta a la manzana. Ahora lo pienso y me gusta. Al menos así nos aseguramos un beso. Tal vez debiéramos dar más besos, despedirnos más a menudo. Entonces no tendríamos miedo a marcharnos.
En mi caso, siento mucho más de lo que digo. Sin embargo no digo nada que no sienta.
Mi mayor miedo es ese, marcharme sintiendo tanto y habiendo dicho la mitad, queriendo tanto y sin haber dicho
te quiero.